El retrato de G.A. Bécquer a «los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se encuentran en la antigua ciudad de Tarazona»

Durante su estancia en el Monasterio de Veruela, los hermanos Bécquer iban por los caminos que unen los pueblos de la comarca y visitaron los pueblos de Añón, Alcalá de Moncayo, Trasmoz, Litago y Vera. En muchas ocasiones hacían el recorrido solos, para llegar a los pueblos donde encontraban a sus gentes con sus costumbres y tradiciones, aisladas del bullicio de la ciudad y de la modernidad.

De estas expediciones escribió “No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación he recogido en esta vuelta por un país virgen y refractario a las innovaciones civilizadoras”.

También visitó Tarazona, describiéndola en la Carta nº V que se publicaría el 26 de junio de 1864 en «El Contemporáneo».

En el texto describe la plaza del Mercado y prosigue con el pintoresco urbanismo haciendo alusión a edificios y elementos arquitectónicos concretos. También se detiene ante, “el recuerdo de la monumental fachada de la Casa-Ayuntamiento….”

Descripción de la Plaza del Mercado, actual Plaza de España:

Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se encuentran en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es, sin duda alguna, el más original y digno de estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo, que todo lo destruye o altera. Al encontrarse en mitad de aquel espacio de forma irregular y cerrado por lienzos de edificios a cuál más caprichosos y vetustos, nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX, siglo amante de la novedad por excelencia, siglo aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que lo intente sea un artista consumado, y esta plaza es una de ellas. A donde no alcanza, pues, ni la paleta del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá llegar mi pluma sin más medios que la palabra, tan pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación de colores, de detalles que se ofrecen juntos a la vista, de rumores y sonidos que se perciben a la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de movimiento que no cesa, de luz que hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni merced a la cámara fotográfica? Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña armonía de la forma, el color y el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus pormenores, enumerando unas tras otras las partes del todo, la atención se fatiga, el discurso se embrolla, y se pierde por completo la idea de la íntima relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a la mirada del espectador, para hacer el efecto del conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.

Renuncio, pues, a describir el panorama del mercado con sus extensos soportales, formados de arcos macizos y redondos, sobre los que gravitan esas construcciones voladas tan propias del siglo XVI, llenas de tragaluces circulares, de rejas de hierro labradas a martillo, de balcones imposibles de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de canes de madera, ya medio podrida y cubierta de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle, muestra de su primitivo esplendor.

Continúa con el urbanismo de la ciudad y la fachada de la antigua lonja:

Los mil y mil accidentes pintorescos que a la vez cautivan al ánimo y llaman la vista como reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de extraño contorno y extravagantes proporciones, estas altas y estrechas como un castillo, aquellas chatas y agachapadas entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio, como una verruga de argamasa y escombros; los recortados lienzos de edificios con un remiendo moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo de una mercería, un retablillo con una imagen de la Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el retorcido tronco de una vid que sale del interior por un agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi memoria con el recuerdo de la monumental fachada de la Casa-Ayuntamiento, con sus figuras colosales de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos por donde se extiende una larga y muda procesión de guerreros de piedra, precedidos de timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes y sus blasones soportados por ángeles y grifos rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil de desembrollar en este momento, que si ustedes con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan y colocan a su gusto todas estas cosas que yo arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi comedia se agitarán en un escenario sin decoración ni acompañamiento.


Vista panorámica de Tarazona (Zaragoza).
Francisco Javier Parcerisa i Boada. 1844.

Finalmente relata el ambiente del mercado, la algarabía de los vendedores y la situación de los pequeños puestos en los soportales entre los que reconoce a varias mujeres de Añón, a las que dedicará el resto de la carta…

Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos y como mejor les plazca, el mercado de Tarazona: figúrense ustedes que ven por aquí cajones formados de tablas y esteras, tenduchos levantados de improviso, con estacas y lienzos, mesillas cojas y contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá cestos de fruta que ruedan hasta el arroyo, montones de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan de garfios de hierro, tenderetes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que engalanan los soportales sujetos con cordeles de columna a columna, y figúrense ustedes circulando por medio de ese pintoresco cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria de este rincón de España, una multitud abigarrada de gentes que van y vienen en todas direcciones, paisanos con sus mantas de rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y amarillas; por este lado, un señor antiguo, de los que ya solo aquí se encuentran, con su calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquel, un estudiante con sus manteos y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean, caballerías que cruzan, vendedores que pregonan, una interjección característica por acá, los desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con ese rumor sin nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos hablan, se mueven y hacen ruido a la vez, mientras se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten, llevados por el oleaje de la multitud. La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo, lleno de animación y de vida, perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza de un extremo a otro, apenas pude darme cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas, encajonadas unas entre dos pilares de mármol, otras bajo un arco severo e imponente o levantadas al aire libre sobre tres o cuatro palitroques, hasta el pronunciado y especial acento de los que voceaban pregonando sus mercancías, nuevo completamente para mí, eran causa más que bastante a producirme ese aturdimiento que hace imposible la percepción detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas, vagando de un punto a otro, sin cesar un momento, no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio. Así estuve cerca de una hora, cruzando en todos sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y uno de los más clásicos de mercado, había acudido más gente que de costumbre, cuando en uno de sus extremos, y cerca de una fuente donde unos lavaban las verduras, otros recogían agua en un cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí un grupo de muchachas que, en su original y airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular modo de expresarse, conocí que serían de alguno de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona, donde más puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón.

Dejar respuesta